Los poemas de Enriqueta Ochoa, además de poseer una técnica magistral, reflejan una naturaleza mística que conduce a una profunda exploración de lo divino y de lo femenino.

Las vírgenes terrestres / Introito
En vano envejecerás doblado en los archivos,
no encontrarás mi nombre.
En vano medirás los surcos sementados
queriendo hallar mis propiedades,
no tengo posesiones.
En cambio,
¿el sueño de los valles arrobados es mío?
Sí.
¿Mío es el subterráneo rumor de la semilla?
También.
Si me extraviara a tientas, en la oscuridad,
¿cómo podrían llamarme y entenderles?
Llámenme con el nombre
del único incoloro vestido que he llevado,
el de virgen terrestre.
Las vírgenes terrestres / III
Dicen que una debe
morderse todas las palabras
y caminar de puntas, con sigilo,
cubriendo las rendijas,
acallando al instinto desatado,
y poblando de estrellas las pupilas
para ahogar el violento delirio del deseo.
Pero es que si el cuerpo
pide su eternidad limpio y derecho,
es un mordiente enojo andarle huyendo;
dejar su temblorosa mies ardiendo a solas,
sin el olor oscuro de los pinos.
Siempre cerrada,
ignorando cómo se desgaja
el surco dorado ante la siembra;
de tumbo en tumbo,
cerrados los sentidos
y alumbrándose a medias.
Las vírgenes terrestres / VII
Te rindo y te maldigo, recio olor de la tierra,
tempestad original,
relámpago dulcísimo de muerte.
Te maldice el temor
de ver que Dios no acierte a descifrar mi nombre,
porque yo, la que soy,
no asisto ni en el Monte Tabor
para el desposamiento en brillos,
ni soy de las que escalan
por los peldaños de la sangre al sol.
Dije que era un vaivén de la ola sombría,
la ola de las vírgenes terrestres,
las que no recibimos más nombre
que el que nos dieron niñas en la pila;
y cuando Dios nos llame
nunca habrá de encontrarnos,
dirá: las innombradas,
los desvaídos soplos, los desplomes silentes,
las estepas perdidas bajo esfumino duro,
y nosotras, cubiertas de humo en las honduras
de un país olvidado,
vocearemos respuestas en remolino cálido,
arderemos los montes,
alzaremos los brazos en furia atropellada
y todas en un grito hendiendo los contornos,
serpentearemos secas,
deshechas de agonía.
Pero inútil, inútil,
porque a la tierra estéril
no se le oyen los labios.
El hombre
para Wenceslao Rodríguez
¿Qué ha visto el hombre?
Nada.
Ciego y desnudo llegó,
desnudo y ciego se irá
del polvo al polvo.
Un gesto de ternura podría salvar al mundo,
pero el hombre jamás bajó los ojos
a ese pozo de luz.
—Llorarás, le dijeron,
mas no es fácil llorar.
Llorar es desprenderse,
irse en ríos de uno,
y el hombre sólo sabe
devorar y perderse.
No conoce más muros
que los que cercan su ciudad en sombras
y hasta allí ha bajado a envejecer,
a morir en sí mismo,
a sepultarse testarudo,
mientras la soledad circula por su cuerpo
como el viento por una casa en ruinas.
Yo insisto,
un gesto de ternura podría..., de pronto,
me irrito, tiemblo, río, me quebranto.
Yo soy el hombre.

Entre la soledad ruidosa de las gentes
para Wenceslao Rodríguez
Busco un hombre y no sé si sea para amarlo
o para castrarlo con mi angustia.
Tengo hambre de ser
y me siento frente a la ventana
a masticar estrellas
para que este dolor de estómago sea cierto.
La verdad es que duele en los nervios
todo el cuerpo, esta noche, hasta los tuétanos.
En la casa contigua
grita una mujer las glorias de la Biblia
y no conoce a Dios.
Su voz huele a vinagre, a aceite de ricino,
y Dios no huele a eso.
Entre mil olores reconocería el suyo.
Algo que no digiero me ha hecho daño esta tarde.
He visto a otros más humildes que yo.
No quiero reconocerme en ellos.
De tanto huir se me han caído las palabras
hasta el fondo del miedo:
no salen, rebotan dentro como canicas, suenan sordas.
Sin querer, me doy cuenta que me he quedado en la ruina.
Me falta lo mejor antes de irme: el Amor.
Y es tarde para alcanzarlo,
y me resulta falso decir:
—Señor, apóyame en tu corazón
que tengo ganas de morir madura.
Nadie madura sin el fruto.
El fruto es lo vivido y no lo tengo:
lo busco ya tarde,
entre la soledad ruidosa de las gentes
o en el amor que intento, y doy, y espero,
y que no llega.
Bajo el oro pequeño de los trigos
para Samuel Gordon
Si me voy este otoño
entiérrame bajo el oro pequeño de los trigos,
en el campo,
para seguir cantando a la intemperie.
No amortajes mi cuerpo.
No me escondas en tumbas de granito.
Mi alma ha sido un golpe de tempestad,
un grito abierto en canal,
un magnífico semental
que embarazó a la palabra con los ecos de Dios,
y no quiero rondar, tiritando,
mi futuro hogar,
mientras la nieve acumula
con ademán piadoso
sus copos a mis pies.
Yo quiero que la boca del agua
me exorcise el espíritu
que me bautice el viento,
que me envuelva en su sábana cálida la tierra
si me voy este otoño.

Para evadir el cierzo de la muerte que llega
De ti lo habría amado todo:
tu cabeza como luz de topacio en el hastío,
el llanto, la caricia, la palabra brutal,
la soga que amansara mis ímpetus cerriles
y, sobre todo, el hijo.
Ese mar
que juntara la turbulencia de nuestras dos avideces.
Ese mar donde irían haciéndose profundos
de ternura los ojos.
Pero ni tú ni yo vivimos el momento propicio para amarnos.
De paso en paso, un abismo,
en cada oreja, una espina,
en cada latido, un monte de zozobra
quebrantando el resuello.
Y de qué sirve odiar, forzar,
hacerse añicos dentro
si todo es ir buscándonos,
arropándonos para evadir el cierzo
de la muerte que llega.
Lucha por subsistir,
por mirar nuestro polvo crecerse en otro polvo
para encontrar de nuevo la oquedad amorosa
que libre a los sentidos
de la asfixia más pura de la muerte:
la soledad.
Pero hay quienes nacimos para morir en nuestro
propio cuerpo.
No hay puertas. No hay ventanas.
Las ventanas incitan sin saciarnos.
Las puertas nos liberan.
Mas no hay puertas ni ventanas.
Hay la fiebre en los ojos
que va tras de la luz estremeciéndose.
Hay la sangre a galope.
El desvaído paso recorriendo las calles aturdidas
de sinfonolas, magnavoces, estridencias de claxon.
Y el viento barriendo hojuelas doradas de elote
en el mes de junio.
Y la fresca respiración de un cine
donde ruedan botellas de cocacola
y envolturas de Milky Way,
y la arena caliente del aire sofocado.
Y el amor, ¿dónde?
Y los amantes, ¿dónde?
Y tú, amor, viento, canto... ¿dónde?

5 datos para conocer a la poeta mexicana Enriqueta Ochoa:
Nació en Torreón, Coahuila, el 2 de mayo de 1928 y falleció en la Ciudad de México el 1 de diciembre de 2008.
Enriqueta Ochoa fue una poeta contemporánea mexicana reconocida por su técnica impecable en la creación de poemas.
Se desempeñó como profesora en varias universidades, y además fungió como promotora y formadora de nuevas generaciones de poetas, siendo considerada una “forjadora de escritores”.
Entre sus obras principales se encuentran “Las urgencias de un dios”, “Las vírgenes terrestres” y “Retorno de Electra”.
Lo femenino y lo sagrado son algunos de los temas que caracterizan su obra.